- Por Rafael Martínez Lozano, periodista y comunicador social
Chile transita estos días entre temperaturas extremas, ceremonias de licenciatura al son de Pompa y Circunstancia de Elgar y la habitual ansiedad navideña. Pero en medio de ese panorama cotidiano, un país expectante aguarda el próximo domingo para conocer quién ocupará la Presidencia de la República.
Si jugamos con la alegoría taurina y observamos la campaña como un ruedo, vemos a una Jeannette Jara que apuesta el todo por el todo. Enfrenta sin florituras ni verónicas a un toro que la elude, especula y presume ventaja: José Antonio Kast. La ex ministra clava una y otra vez las banderillas de las denuncias por colusión y del legado dictatorial que atribuye a su adversario. Él, en respuesta, embiste con fuerza hacia el domicilio político de la “matadora”, intentando hacerla caer antes que acabe la corrida.
Y, sin embargo, es esa última corneada —la que apunta a su identidad política— la más dañina para Jara, pues amenaza con rasgar el traje de luces que la muestra como una candidata sólida y cercana. Cuando habla de meritocracia y de su origen humilde, resulta fácil imaginarla décadas atrás, tomada de la mano de su madre, recorriendo la feria de Conchalí y esperando que, tras comprar frutas y verduras, quedara algún vuelto para un helado o un juguete modesto. Esa imagen la vuelve humana y accesible, en contraste con la opulencia de cuna que rodea a su rival.
Pero sobre ella pesa una mochila demasiado grande, cuyo arrastre podría impedirle entrar a La Moneda en marzo: su militancia comunista.
Cerca de treinta años de pertenencia al Partido Comunista se han convertido en esta campaña en un fantasma persistente, alimentado por caricaturas, rigideces ideológicas y la asociación mediática del comunismo con regímenes totalitarios marcados por el hambre y la represión. Todo ello podría frustrar su llegada a la primera magistratura, pese a su atractivo político —a menudo comparado con el de la expresidenta Bachelet, aunque en discurso y sustancia, Jara incluso la supera—.
Cabe entonces preguntarse: ¿por qué un partido que ha gozado de buena salud electoral durante décadas, incrementando su presencia en municipios, en la Cámara y en el Senado, e incluso participando de gobiernos, genera, al mismo tiempo, tantos anticuerpos, tanta rabia y rechazo visceral?. A mi juicio, porque sus éxitos no se originan en un despliegue comunicacional sofisticado ni en una cercanía espontánea con la ciudadanía, sino en dos factores tan simples como eficaces: carisma y bastiones.
Más allá de sus capacidades, figuras como Camila Vallejo o Karol Cariola encarnan carisma, juventud y simpatía, atributos que, aunque superficiales, pesan en las urnas. Por otro lado, el PC entendió —especialmente bajo el liderazgo del fallecido Guillermo Teillier— que las candidaturas meramente testimoniales no abrirían el cerrojo electoral. Su disciplina interna permitió concentrarse en distritos donde contaban con liderazgos fuertes: los distritos 13, 8 y 9 de la Región Metropolitana, este último con el plus del entonces influyente alcalde Daniel Jadue. También consolidaron presencia en Tarapacá, región donde se remontan los orígenes de Luis Emilio Recabarren.
La incomodidad del PC radica en su doble identidad: ser gobierno y, a la vez, querer estar en la calle. Ese equilibrio —según diversos analistas— les ha costado perder la conducción de gremios históricos como el Colegio de Profesores, la ANEF o la CUT. A esto se suma que Jeannette Jara no emergió desde el corazón estratégico del partido, sino como respuesta a encuestas favorables y a una simpatía ciudadana que trascendía su militancia. Y, por cierto, pesa también la idea, tan instalada como absurda, de que sus dirigentes deberían llevar vidas ascéticas, ajenas a cualquier comodidad, mientras algunos se perpetúan en comisiones y cargos, generando murmuraciones y un rechazo que hoy cobra factura.
Sea cual sea el resultado del domingo, al PC le urge revisar por qué, lejos de representar un apoyo firme y una adición virtuosa para su abanderada —como lo fueron el PS para Allende o Bachelet, o la DC para Frei Montalva—, hoy aparece como un lastre del cual Jara no logró desprenderse. Un lastre que podría derivar en un desengaño electoral que no la afectará a ella personalmente: Jara quedará instalada como figura de primera línea en la política chilena.
Tal vez este sea el momento en que el Partido Comunista distinga su identidad de su inercia histórica: que use el martillo para construir, junto a sus bases, un proyecto que conecte con el Chile real, y la hoz para segar a quienes, desde dentro, han manchado su bandera y debilitado su relato.

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