21 de noviembre 2024

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Francisco Huenchumilla Jaramillo
Senador por la Región de la Araucanía


¿Puede la Convención suprimir el Senado o modificar sustancialmente su composición? Si, claro; lo dice expresamente el artículo 138 de la Constitución. El problema es, qué criterios y fundamentos debiera tener la Convención para tomar una decisión en esa dirección. Se descarta,
por ser contraria a la racionalidad que subyace a toda norma, que esa decisión fuera puramente caprichosa y carente de fundamentos y objetivos
estratégicos; y que así fuera vista por el soberano a la hora de pronunciarse en el plebiscito de salida.

En este proceso constitucional no hay normas o instituciones intocables, salvo las limitaciones que la propia actual Carta Fundamental estableció, en
su momento, cuándo se aprobaron las normas que sustentan la legitimidad de la Convención. Por ello, personalmente no tengo objeción a la
decisión que hasta el momento se ha tomado, en orden a cuestionar el papel que ha jugado el Senado en el funcionamiento de nuestra institucionalidad. Mis dudas surgen, sin embargo, de las razones que escuchado y leído como fundamentos de esa decisión, así como del texto
publicado recientemente, que se habría consensuado en el seno de la Comisión respectiva.

Los argumentos que se han conocido se refieren básicamente a que:
1.- El Senado habría ejercido un rol paternalista, elitista y conservador, de revisión de las decisiones políticas, y por lo tanto no habría ejercido el rol de representación efectiva.

2.- El Senado habría obstaculizado los proyectos de ley, y estaría mal evaluado por la opinión pública.

3.- Sería una argucia sostener que mejora la calidad legislativa, toda vez que neutralizaría el debate político, evidenciando la hegemonía
neoliberal con criterios de mercado; y 4.- La ciudadanía sentiría una desafección hacia el Congreso, por el procedimiento enrevesado del
proceso legislativo.

No me logran convencer esos argumentos, por una razón muy simple: la razón de ser tanto de la Cámara como del Senado es la creación de la ley,
en cuanto manifestación de la voluntad soberana, que debe manifestarse en la forma prescrita por la Constitución, como lo expresa el artículo 1º de
nuestro Código Civil; en este sentido, la forma de manifestarse está expresada en el Párrafo “Formación de la ley”- art.65 a 75-de la Carta
Fundamental, procedimientos que son exactamente igual para ambas Corporaciones.

De esta manera, no se ve de qué manera un procedimiento que es común para ambas Cámaras pudiera generar efectos perversos -como son los que atribuyen convencionales que han opinado sobre el punto-solamente en una de ellas, en circunstancias que, para la esencia y razón de ser de una y otra, ellas son instituciones espejos.

Todas las normas sobre la formación de la ley (la misión más importante y esencial del Poder Legislativo), complementadas por la LOC N°
18.918 en sus artículos 12 a 36, son exactamente iguales, tanto para la Cámara como para el Senado. No veo de qué manera el mismo procedimiento pueda generar para una -y no para la otra- un rol paternalista, tutelar, elitista, conservador, una mala evaluación ciudadana, una obstaculización de proyectos de ley, una neutralización del debate político, un efecto hegemónico neoliberal, o un procedimiento enrevesado del proceso legislativo.

Si la Convención estima necesario -y tiene competencias para ello- revisar el rol del Poder Legislativo, creo que debe alejarse del subjetivismo y del voluntarismo, para centrarse en lo que son, a mi juicio, los puntos más sustanciales y pertinentes del debate. Por ejemplo, la crisis de representatividad, que es un problema de alcance mundial: la vieja democracia, nacida bajo el alero de la revolución americana en su dimensión representativa ha hecho crisis porque respondía a otra época que ha quedado desfasada con la revolución tecnológica de las comunicaciones y del transporte, haciendo que las nuevas generaciones no solo vivan en tiempo real, sino que culturalmente tengamos una sociedad de la inmediatez, del individualismo neoliberal, y de la transparencia. Por ello, los intermediarios políticos han quedado en entredicho, y su credibilidad se ha visto afectada.
La tarea es, entonces, definir de qué manera tenemos una democracia representativa, participativa, proba, transparente y 2.0 en este siglo XXI.

También es legítimo que la Convención pueda preguntarse si, después de 200 años la nueva Constitución persista con este sistema bicameral, o bien cambiarlo por una fórmula hibrida, como pretende una indicación de un grupo de convencionales. Sustancialmente debería concluirse, a mi entender, que ninguna de las crisis que ha tenido la República en los siglos XIX o XX puede atribuirse al bicameralismo. Al revés, creo que la historia señala que el Senado ha jugado un papel morigerador de esos procesos; pero, sin embargo, creo que es pertinente preguntarse -cosa que no he visto- si se justifica después de esta experiencia bicentenaria tener Cámaras “espejos” que hacen exactamente lo mismo en la formación de la ley.

Actualmente, sin embargo, tiendo a pensar que todos los epítetos lanzados al Senado no tienen ninguna evidencia empírica y, que es más: los
pocos estudios nacionales y extranjeros que existen demuestran lo contrario de lo sostenido por sus detractores. Si hay alguna explicación para
las características del proceso legislativo, y la forma como cada una de las Cámaras lo ha enfrentado, ella hay que buscarla en el argumento del Profesor Atria en “La Constitución Tramposa”, respecto de los quorum supra mayoritarios (arts. 66 Y 127 de la Constitución de 1980), que obliga a una permanente, agotadora y a veces indefinida negociación entre los bloques políticos que hasta el día de hoy nos persiguen, y no en la actitud personal de algún o algunos parlamentarios; este es un bloqueo institucionalizado, que explica la larga demora en la tramitación de los proyectos, y en la necesidad de ceder a veces en cuestiones vitales, bajo la amenaza de que ellos fueran rechazados, o de que se recurriera al Tribunal Constitucional, que actuaba y actúa de facto como una tercera cámara. Ello podría explicar la actitud cautelosa de optar por la paralización de un proyecto antes
exponerse a una derrota segura por no alcanzarse los quorum requeridos.

Pero aquí no sirven los ejemplos específicos respecto de la actuación de una u otra Cámara: si fuera por eso, yo podría señalar el caso del TPP11,
que fue aprobado por una instancia, pero el Senado no estuvo disponible para ello; o la arquitectura jurídica de la Convención, con sus escaños reservados e independientes incluidos -en virtud de la cual está trabajando la Convención- que fue hecha básicamente por la Comisión de Constitución de la Cámara Alta. Todo lo anterior, sin olvidar que ambas Cámaras son revisoras recíprocamente, porque los proyectos pueden tener origen, salvo un par de excepciones, en cualquiera de ellas; mal podría, entonces, jugar el Senado un rol tutelar. Es importante aclarar que el mayor peso político que pueda tener el Senado no emana de la naturaleza bicameral del sistema, sino de intangibles asociados al peso específico de
cada senador por diversas razones: experiencia, apoyo electoral, sistema electoral, etc.

Creo que aún es tiempo que la Convención pueda hacer un cambio adecuado y pertinente con los nuevos tiempos, pero con argumentos que vayan
al fondo de los requerimientos de una democracia moderna, y no basándose en meros reproches subjetivistas y voluntaristas. Esos cambios deben
ser sistémicos con la forma de Estado, y con la debida descentralización, facultades y financiamiento de las regiones y territorios; y además, con un sistema electoral pertinente.

Creo que debería buscarse una variante a la naturaleza de espejo de ambas Instituciones, donde el Senado deje de ser cámara de origen y sea sólo cámara revisora, respecto de materias que hoy son propias de ley orgánica constitucional; además de leyes respecto de los tributos y descentralización, por ejemplo. Pero la generalidad de las leyes simples y las mociones pudieran tramitarse solo en la Cámara de origen.

Si se quiere evitar un retardo y demora indefinida en el trámite de la Cámara revisora, se podría establecer una suerte de “silencio administrativo”, tal como sucede hoy en determinadas materias en la actual Constitución (art. 53 Nº 5,,67 y 77).

El Senado debería constituirse en el centro del debate de los grandes temas estratégicos; conforme a los objetivos nacionales, atendida la nueva realidad que debemos afrontar en este mundo de la inteligencia artificial, de la economía financiera, del cambio climático, de la globalización y de los cambios geopolíticos, de las migraciones, del desafío de las nuevas tecnologías, de las desigualdades y de la pobreza; del desarrollo del capitalismo y de la economía de mercado, de la política de defensa y de la inteligencia política y estratégica. Ahí, el Estado debería centrar sus grandes lineamientos para enfrentar el futuro.

Un buen ejemplo de esto es el Congreso del Futuro que nació en el Senado bajo el liderazgo del Senador Guido Girardi, y de otros miembros
de esta cámara; con un sentido estratégico para el país, más allá de la contingencia y de la lucha política cotidiana.

Antes de terminar, una cuestión formal, pero significativa. La historia, las tradiciones y las cuestiones ancestrales -bien lo saben loa pueblos originarios- también importan en las sociedades humanas. ¿Por qué cambiar el nombre del Senado? Tiene una larga historia, desde los tiempos de los romanos, y lo conservan las grandes democracias occidentales. Se me ocurre recordar a Quintiliano, que hace dos mil años, decía que los grandes y pequeños cambios deben hacerse suaviter in modo, fortiter in re.

Termino manifestando mi inquietud, por la posibilidad de que los pueblos originarios pudieran perder poder, si no se calibra adecuadamente esta nueva estructura institucional que tendría el Estado chileno, dado el cruce de conceptos en que se privilegie lo táctico por sobre lo estratégico. La
plurinacionalidad es un concepto que atañe al Estado de Chile, primeramente; y a los pueblos originarios, donde su prioridad debe ser la Autonomía.

Conforme a ésta, y fijados por el Estado el Imperium y las competencias, deben ser los propios pueblos originarios quienes libremente, y en virtud del principio de autodeterminación, resolverán si se quieren o no integrar a los órganos del Estado y bajo qué condiciones. Resolverán el tipo de  propiedad y economía que deseen tener; resolverán, también, la forma práctica y efectiva con que aplicarán el pluralismo jurídico en sus comunidades y territorios, bajo el paraguas de los principios universales de los derechos humanos. Resolverán libremente, en definitiva, cómo desean vivir