Por EDUARDO BRUNA de El Ágora.
Este sábado 5 de junio se cumplen treinta años exactos de la obtención de la Copa Libertadores por parte de Colo Colo, tras vencer por 3 a 0 al entonces campeón vigente, Olimpia de Paraguay. Y el acontecimiento, único e irrepetible, fue justificadamente recordado con entrevistas a Mirko Jozic, jugadores, dirigentes, periodistas e hinchas y la reiteración de las viejas imágenes del encuentro jugado esa otoñal noche en el estadio Monumental.
Más aún: Televisión Nacional de Chile, el sábado 30 de mayo, se jugó una fija respecto del “rating” repitiendo el histórico partido desde el minuto uno hasta el pitazo final del árbitro brasileño José Roberto Wright, más las consiguientes y por cierto eufóricas celebraciones que se desataron en el terreno de juego y las tribunas, apenas una pequeña muestra de la alegría que comenzaba a vivirse en todo el territorio nacional.
Por cierto, un reconocimiento más que justo para el mayor logro del fútbol chileno a nivel de clubes en toda su historia, pero, al mismo tiempo, el testimonio triste de que este popular deporte ha ido sufriendo en nuestro país una clara involución respecto de décadas pasadas, en que definitivamente éramos mejores y más competitivos.
Porque si el propio Colo Colo había rozado parecida gloria en 1973, Unión Española, Cobreloa (dos veces) y la Universidad Católica se habían dado el gusto de llegar a una final de Copa Libertadores que, creada por la Confederación Sudamericana en 1960, con el correr de unos pocos años se transformó en toda una obsesión para las instituciones de esta parte del mundo.
Y es que, aparte del dinero que tal logro implicaba, existía un componente mucho más motivante: ser reconocidos como el mejor equipo sudamericano y, como tal, medirse (por aquellos años), con su símil europeo. En otras palabras, el hambre de gloria llevado a su máxima expresión a través de un desafío deportivo colosal, dada la distinta realidad económica, deportiva y social de ambos continentes.
Treinta años son de verdad un soplo en la vida y toda una ráfaga según van pasando los años de nuestra breve existencia. Pero muchos, quizás demasiados, cuando se trata de fútbol, una actividad tan dinámica y con tantos objetivos que cualquier logro, por importante y trascendente que sea, apenas tiene vigencia por un año. Sólo las selecciones campeonas del mundo pueden prolongar ese reinado durante cuatro años, período más que justificado tratándose de la cita mayor de este deporte que es pasión mundial de masas.
Queremos decir que, recordar una vez más el logro albo es tan gratificante como triste. Sobre todo hoy, que nos vemos tan lejos de objetivos que antes juzgábamos difíciles, pero en ningún caso utópicos o imposibles, como ahora. Y, dada esa penosa realidad, sólo cabe preguntarnos: ¿qué nos pasó? ¿Qué hicieron con este fútbol que, siendo siempre de un nivel inferior al que siempre han tenido los países del Atlántico, de ningún modo nos prohibía soñar con la epopeya? ¿Qué, para que durante este siglo al menos, y con apenas un par de meritorias excepciones protagonizadas por Universidad de Chile, nuestros clubes, antes respetados, hoy para cualquiera sean poco menos que pan comido?
Es que, acorde con los tiempos en que la codicia y el ansia de poder y de figuración mandan, los mismos que antes nos habían robado la salud, la educación, y hasta el agua y una vejez digna, habían decidido también apropiarse de la única actividad que, moviendo dinero y protagonismo, hasta comenzado el Siglo XXI había escapado de sus voraces fauces.
Es verdad: nuestro fútbol distaba de tener una organización perfecta. Existían los problemas, las carencias, y, aunque la plata que había no fuera mucha, igual de tanto en tanto surgían los dirigentes inescrupulosos que, aparte de meter la pata, también metían las manos. Sólo que, al lado de lo que hoy ocurre, aquellas eran más bien simples raterías. Y la excepción, no la regla. Y ello era tan así que, a principios de la década de los 60, un dirigente del aquellos años capitalino Green Cross, que gozaba de un alto cargo en el Banco Central, hasta cayó preso por ir en ayuda de su club rescatando cientos de esos billetes destinados a la incineración, por haber cumplido ya su vida útil.
Fernando Jaramillo Phillips, que ese era su nombre, ciertamente cometió un delito y no lo estamos para nada justificando o tomando como ejemplo; sólo mencionamos su caso para evidenciar hasta qué punto podían llegar los dirigentes de ese fútbol, tan vilipendiado y hasta satanizado, respecto de los dirigentes de ahora, que llegan más para sacar que para poner.
Con las Sociedades Anónimas Deportivas se nos vendió una linda pomada, que muchos compraron, y hoy estamos pagando las consecuencias. Como la compramos con las AFPs, las Isapres y el bendito “chorreo”, que sólo chorreó al 1% de los habitantes de Chile y a los pocos amigos y conocidos de esa inexpugnable y privilegiada cofradía.
El fútbol nunca fue un buen negocio. Sólo empezó a serlo con este nefasto y corrupto sistema que, tras inventarles fraudulentas quiebras a Colo Colo y la U, creó un Canal del Fútbol que produjo ingresos estratosféricos luego de ser entregado en concesión en pleno período de éxito. Más de 3 millones de dólares recibió cada uno de los clubes cobijados en la ANFP luego de esta mega negociación, pero sucede que, a un año o menos de recibida esa respetable cantidad, la inmensa mayoría de las instituciones favorecidas por el producto de este robo en despoblado seguían llorando miserias.
¿Cómo, cuándo que se sepa ninguno se construyó la gran sede para acoger a los socios e hinchas y mucho menos adquirieron un terreno donde levantar un complejo deportivo? ¿En qué se gastaron esa plata, muchachos, cuando en 15 años tampoco han producido jugadores cuya calidad se aproxime siquiera a aquellos de la denominada “generación dorada”, producto de clubes que eran libres y no manejados por estos ineptos e iluminados de ahora, con más de un sinvergüenza entre ellos?
Más allá de uno que otro relumbrón, nuestros representantes en Copa Libertadores y Sudamericana mantuvieron esta vez la aguda mediocridad competitiva que, a nivel internacional, se prolonga ya por demasiados años. Sólo Universidad Católica, imbatible en las tres últimas temporadas a nivel casero, pudo romper la cadena de sucesivos fracasos y al menos ubicarse en la fase de octavos, donde deberá enfrentar nada menos que a Palmeiras, el campeón vigente. La lógica indica que, como dijo alguna vez el “Coco” Basile, “habrá que ir a llorar a la iglesia”. La otra posibilidad queda para los creyentes: que se produzca el milagro.
En medio de esta conmemoración alba de treinta años de antigüedad, no podemos olvidar, tampoco, que Colo Colo estuvo a punto de celebrar su logro instalado en los “potreros”, como se le conoció siempre al torneo de Ascenso, antes que los gobiernos post dictadura, denominados pomposamente “democráticos”, instalaran una verdadera pulsión de construirles gratuitamente estadios a empresas que, al cabo, sólo buscan el lucro y a las cuales el deporte les importa un comino.
Sólo el gol del muchacho Solari en Talca, frente a la Universidad de Concepción, salvó a Blanco y Negro de ponerle la guinda a la torta de sus muchos fracasos. Y la pandemia, con su consiguiente ausencia de público en los estadios, les evitó a los personeros de la Concesionara esa pateadura de la que muchos hinchas querían ser protagonistas.
Treinta años de la obtención de la Copa Libertadores… Con este nefasto sistema que tenemos, todo indica que tendrán que pasar otros treinta años para el menos acercarnos a ese logro.
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