Por Victoria Escalante González, trabajadora Social y presidenta de la Federación Nacional de Acceso a la Justicia (Fenadaj).
Cuando en Chile se pronuncia la palabra justicia, la mayoría piensa de inmediato en tribunales, abogados o juicios interminables. Pero hoy, lamentablemente, también remite a episodios que han erosionado la confianza ciudadana: el caso del jurista Luis Hermosilla, la destitución del juez Antonio Ulloa o la reciente arista conocida como “Muñeca Bielorrusa”, que involucra a la ex ministra de la Corte Suprema Ángela Vivanco y a su pareja.
Aun así, existe una dimensión de la justicia que sigue siendo reserva de probidad, dignidad y respeto: el trabajo cotidiano de quienes la acercan a los sectores más vulnerables.
Durante décadas, las y los trabajadores de las Corporaciones de Asistencia Judicial (CAJ) hemos cumplido esa labor, constatando una verdad dolorosa pero evidente: en Chile aún existe una justicia para ricos y otra para pobres.
Son estos últimos quienes, lejos de los privilegios que otorga el poder, recurren a nosotros en busca de orientación jurídica y apoyo social para defender sus derechos más básicos.
En este contexto, hace pocos días se promulgó la ley que crea el Servicio Nacional de Acceso a la Justicia y la Defensoría de las Víctimas, entidades que reemplazarán institucionalmente a las CAJ.
Este cambio, más que una reestructuración administrativa, representa un desafío mayor para el Estado: garantizar que el tránsito no se limite a un cambio de nombre, sino que asegure estándares reales y homogéneos de acceso a la justicia en todo el territorio nacional.
Las Corporaciones de Asistencia Judicial, desde Arica hasta Magallanes, han hecho realidad por décadas lo que la Constitución consagra: que todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos (artículo 1°), y que tienen derecho a la igual protección de la ley y a contar con defensa jurídica cuando no pueden costearla por sí mismas (artículo 19 N°3). Sin embargo, pese a compartir una misma función pública, las cuatro corporaciones existentes operan con modelos y recursos dispares, generando asimetrías que vulneran no solo los principios básicos de una política pública coherente, sino también el mandato constitucional de igualdad ante la ley.
Desde la Federación Nacional de Acceso a la Justicia (FENADAJ) observamos con legítima preocupación que esta transformación corra el riesgo de ser solo un cambio cosmético: una promesa llena de buenas intenciones pero vacía de soluciones reales si no se dota al nuevo servicio de la fortaleza institucional y los recursos humanos necesarios para responder a la diversidad de necesidades del país.
La realidad es clara: en muchas regiones, un solo abogado y un solo trabajador social deben atender simultáneamente a adultos mayores, niños, niñas y adolescentes. El esfuerzo de los equipos es enorme, pero la precariedad estructural impide brindar la atención oportuna y digna que las personas merecen.
Pese a la firma de un protocolo complementario con el Estado en 2023, actualizado en junio de 2025, para asegurar que el nuevo servicio nazca con bases sólidas y financiamiento suficiente, las demoras en las definiciones técnicas y presupuestarias hacen temer que se perpetúen —en lugar de corregirse— las desigualdades y deficiencias que motivaron esta reforma.
Hoy lo que está en juego trasciende la discusión presupuestaria: está en cuestión la credibilidad del Estado en su compromiso con un derecho fundamental, el de toda persona a una defensa jurídica efectiva y oportuna.
Y la pregunta de fondo, que no puede seguir postergándose, es una sola: ¿Habrá voluntad institucional real para que el acceso a la justicia deje de depender del lugar donde se vive? Solo la autoridad política tiene la palabra.

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