29 de octubre 2025

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Por Rafael Martínez, periodista


Qué distintas serían las cosas si Lewis Carroll, en vez de surcar el Támesis en la Inglaterra victoriana, entreteniendo a las hermanas Liddell —en especial a la pequeña Alicia— con una historia de conejos presurosos, niñas extraviadas y reinas obstinadas en cortar cabezas, lo hubiera hecho en nuestro verdoso y contradictorio Mapocho del año 2025. Seguramente sin la nubosidad londinense, pero afecto a los hedores de una descomposición moral tan compleja como creciente.

El autor, sin duda, no se habría inspirado en la rubicunda protagonista que todos conocemos, sino en alguna Alicia empresaria o política, emitiendo boletas ideológicamente falsas o facturas infladas, contribuyendo así al enriquecimiento ilícito, aunque luego fuera exonerada por fiscalías indulgentes o instituciones omisas, dispuestas a olvidar los delitos que erosionan la fe pública.

Si el texto publicado en 1862 hubiera visto la luz en el Chile actual, lejos de describir un País de las Maravillas, estaríamos ante un “País de las Garantías”: un territorio donde los “derechos esenciales” mal entendidos superan a los deberes, y donde la impunidad campea entre la desidia y la injusticia más peligrosa.

En esta tierra, la clásica parodia al té del No Cumpleaños se transformaría en un banquete permanente de elites y capital financiero, donde los comensales extraen del sombrero inagotable colusiones, evasiones tributarias y financiamiento irregular de la política, pagando apenas con multas simbólicas o clases de ética, cuando el pétalo de la justicia apenas logra rozarlos.

Extrañaríamos incluso la personalidad y el carácter de la Reina de Corazones, frente a la tibieza de cierto ex Fiscal Nacional quien sostuvo que “investigar a senadores y diputados puede afectar la democracia”, como si la corrupción no fuese en sí la mayor amenaza para ella. En este País de las Garantías, los juicios se prolongan por años, acumulando fojas y expedientes, transformando lo que en la obra original era una sátira ágil en un mamotreto judicial interminable.

¿Se reiría igual el inefable Gato de Cheshire si en este país los acusadores se vuelven acusados? Así ocurrió con un panadero quillotano denunciado por su propio asaltante, tras haberse atrevido a defenderse. Aquella puerta al “nuevo” sistema penal, que prometía agilidad y justicia, terminó convertida en una máquina de cerrar causas y liberar responsables.

Tal vez Carroll habría encontrado inspiración en tantas otras Alicias —y también en sus versiones masculinas— que hoy integran nuestros colegios y liceos, ejerciendo violencia, bullying y crueldad hacia sus pares más débiles, empujándolos a la deserción o incluso al suicidio, mientras los establecimientos se amparan en la inacción disfrazada de protocolos y “garantías”. Lo mismo ocurre con el maltrato a docentes, tantas veces silenciado por temor o conveniencia.

Quisiera terminar estas líneas sumido no en la ensoñación, sino en el dolor y la rabia. Porque esta reflexión nace de un cuento entrañable. Un relato que quizás leyó aquel niño cuya vida fue cegada hace pocos días por el atropello de dos delincuentes que huían, y cuyos defensores —en perfecta sintonía con este país— exigieron “garantías” por temor a represalias en prisión.

Sin embargo, así como la historia de Alicia ha trascendido y se ha vuelto imperecedera, también los niños que nos dejan jamás mueren del todo. Mantendrán su sonrisa suspendida en el tiempo, recordándonos la urgencia de escribir nuevos párrafos, con esperanza y compromiso social, en un país que aún puede ser de las maravillas, si de verdad queremos hacerlo posible.