- No. No se trata de un crack del fútbol que se retira. Es un crack de la música y la poesía. Es Joan Manuel Serrat, que a sus 77 años anunció su adiós a los escenarios y a los conciertos en vivo. Un catalán tan universal como Antonio Gaudí, Joan Miró, Dalí o Montserrat Caballé, que le ha cantado al amor, a lo social y al fútbol desde su particular prisma de hincha del Barcelona.
Por Eduardo Bruna
Anunció su retiro definitivo de los escenarios y las giras y me fue imposible no ser ganado por la congoja y la melancolía. Y es que “El Nano” para los argentinos, o “El Maestro”, para quienes adherimos sumándonos al calificativo que le han dado los españoles, sentimos que algo nos faltará de aquí en adelante. No porque no lo supiéramos o intuyéramos dejamos de lamentar el que un artista excelso, un poeta con todas las letras -que eso es el cabo Joan Manuel Serrat-, anunciara él mismo que, con 77 años, y empleando un término futbolero con el que sabemos estará de acuerdo, comienza a jugar los descuentos de una carrera tan trascendente como brillante que permeó a generaciones.
Diciembre de 2022, ya lo ha decidido, marcará su final. Será en Barcelona, su ciudad de siempre, cuando ofrezca el último concierto en vivo, pasando antes por Europa y Latinoamérica. Confiemos que también lo veremos en Chile, donde siempre estuvo tan a gusto, excepto en aquellos años de ominosa dictadura en que el país, conducido por patanes, le negó el ingreso por ese miedo cerval del fascismo hacia todo lo que es cultura y expresión de masas.
Serrat se presentó en Chile, con el suceso de siempre, en incontables oportunidades. Llevó a cabo recitales más bien íntimos, en la Estación Mapocho, el Court Central de Tenis y el Teatro Teletón, pero nunca fue más grande que frente a las multitudes que supo congregar en el Estadio Santa Laura y en el Nacional. Recién se había terminado la pesadilla que significó la dictadura cuando, apareciendo en el escenario, inició su presentación con “Para la Libertad”, con música suya y versos de Miguel Hernández.
No fue, por cierto, ni una casualidad ni una decisión antojadiza del cantautor y poeta. Había que desdemonizar un recinto deportivo convertido por meses en campo de concentración y en tenebrosa cárcel de torturas y asesinatos, y qué mejor que apelar a la pluma de un poeta que en su momento había combatido con toda su fuerza otra dictadura brutal: la de Francisco Franco.
Como la combatió años más tarde, con similar fuerza y talento, este muchacho flaco y hasta desgarbado que tuvo la osadía de retar al franquismo componiendo su tema “Manuel”. Canción que desnudaba las carencias y miserias de esa España profunda que Franco y sus adláteres querían ocultarle al mundo, mostrando generosamente el oropel de la Gran Vía, el Corte Inglés o la Cibeles.
“Lo llamaban Manuel/nació en España/su casa era de barro/de barro y caña/Las tierras del señor humedecían/su sudor y su llanto, día tras día/Mendigo a jornal fijo/como él no hubo/entre olivos y trigo/por un mendrugo/Su casa era de barro/de barro y caña/lo llamaban Manuel/nació en España.
Y si hasta ahí este joven catalán era para el régimen franquista más que sospechoso, todo un incordio, el rotundo éxito que tuvo la canción “Manuel” en las pocas radios que se atrevieron a difundirla, les aconsejó dejar de lado los buenos modales y la hipocresía para perseguirlo políticamente y acallar de una buena vez su arte tan visceral como crítico y, por lo mismo, peligroso. Que hubiera grabado un disco con canciones de Antonio Machado, vaya y pase, pensaron los catones del régimen, pero desnudar de esa forma al franquismo, “recurriendo a groseras mentiras”, no podía ser pasado por alto.
Más de un año debió estar Serrat exiliado en México. Pero tal obligado destierro no lo amilanó ni lo llevó a morigerar su oposición hacia un gobierno que, llegado al poder por la fuerza de las armas y con la descarada colaboración del régimen nazi encabezado por Hitler, mostraba sus primeras fisuras y una descomposición evidente. Más bien fue todo lo contrario. Serrat siguió componiendo en español y en catalán, su lengua madre, y hasta se embebió de una música y músicos latinoamericanos que tenían sus propios demonios a los cuales combatir.
Su genialidad lo llevó a crear piezas en que el amor alcanzaba características de sublime tanto como canciones de profundo contenido social, en que sus versos eran más filosos que cualquier panfleto o discurso político. Si con “Algo personal” iba en contra de los dueños de todo aunque fueran unos burros, con “Utopía” dejó un testamento ideológico imperecedero. Tan profundo y poderoso como el que logró Silvio con “El Necio”.
En Chile, entre la gente y Serrat hubo siempre una química más que poderosa. Hizo buenas migas con incontables artistas de nuestro medio y se maravilló con la obra de Violeta Parra y Víctor Jara. Cuando le preguntaron por qué no había musicalizado a Neruda, como sí lo había hecho con Antonio Machado, Miguel Hernández y Mario Benedetti, respondió humildemente que “una obra tan colosal como esa necesita de uno mucho mejor que yo para ser transformada en música”.
Cierto o no, Serrat siempre estuvo –más allá de su colosal éxito-, en las antípodas de la fanfarronería. Bajo perfil dentro de su incontrarrestable popularidad, se hizo amigo del alma con Sabina y a Luis Eduardo Auté más de una vez le tendió una mano generosa y anónima para rescatarlo del alcoholismo. La admiración sin límites de Sabina por Serrat quedó patente aquella vez que, en una conferencia de prensa, una periodista española le preguntó si el hecho de que por meses no hubiera sacado nuevas canciones significaba que lo habían abandonado las musas. Y Sabina, con esa voz raspada y aguardentosa que constituye su marca de fábrica, le respondió: “Las musas son unas putas que siempre se van con Serrat”.
En cuanto a Auté, fue él mismo, en un concierto, quien confesó que sin la ayuda del “Maestro” él nunca podría haberse parado de nuevo en un escenario. Para hacerla completa, Serrat lo acompañó esa noche y en su homenaje hasta interpretó “De alguna manera tendré que olvidarte”.
Auté murió a los 76 años, en abril del año pasado, víctima al parecer de Coronavirus.
A estas alturas, y con toda razón, muchos deben estar preguntándose a qué diablos viene esta nota en una página como El Agora, de deportes y esencialmente futbolera. Y es que, entre sus muchas facetas, Joan Manuel Serrat fue también un fanático del fútbol. Un fiel hincha culé que, a pesar de que cuando niño un tal señor Arévalo hizo todos los esfuerzos por hacerlo fanático “periquito” y como tal seguidor del Espanyol, nunca pudo renegar de los colores azulgrana que se le habían metido tempranamente en el corazón.
“El era un aragonés perico y republicano –contó en su momento Serrat-, que a menudo me llevaba al campo del Espanyol, nuestro eterno rival local, tratando de convertirme al equipo blanquiazul. Yo lo quería mucho, pero en eso nunca pude transar”.
Cuenta Joan Manuel que “desde entonces hasta la fecha, he visto grandes jugadores vestir y darle lustre y esplendor a la zamarra azul y grana. De Maradona a Ronaldinhjo, de Cruyff a Lineker, de Ronaldo a Romario, pasando por Schuster, Koeman y tantos otros. Pero vaya por delante mi gratitud a los jugadores autóctonos, los que de niños soñaron con vestir esta camiseta, los que llevan los colores marcados a fuego en la piel, como Guardiola, Xavi o Puyol. Y antes Rexach, Fusté, Martín, Alcántara y Samitier, jugadores que la afición necesita para reconocerse y sin los cuales el Barza sería sólo un club más”.
De todos ellos, sin embargo, hay uno que al joven Joan Manuel le robó el corazón: el húngaro Ladizlao Kubala, que llegó a Barcelona en 1950 y jugó allí hasta 1962. Porque a sus goles y su carisma sumó logros y títulos que hasta allí parecían privativos del Real Madrid.
Contó en una oportunidad que “el tipo no sólo era un fenómeno en la cancha, sino tan bien parecido que las catalanas se enamoraban de él a primera vista y las putas podían hasta no cobrar por estar con él”.
Agregó:
“Era un ídolo al que sus pecados y sus goles mitificaban. Se hablaba de que salía a jugar después de una noche de farra sin dormir, borracho incluso, y a pesar de ello corría los noventa minutos y marcaba goles. Era una figura, un monstruo. Todos los niños queríamos ser Kubala y a mí también me cosió mi madre el número ocho del húngaro de oro en la camiseta azulgrana que me trajeron los Reyes Magos en unas navidades. Con él, el Barça empezó a ganar. Volvió a ganar. Fueron los años dorados de las Cinco Copas. Lo ganábamos todo. La noche en que regresaron a Barcelona después de ganarle al Niza la Copa Latina y la pasearon por la Plaza de San Jaime, yo estaba allí. Mi padre me llevó a recibir al equipo. Me subió a una de las columnas del Palacio de la Generalidad de Catalunya, entonces en el exilio como todo lo que olía a catalán, y desde las alturas vi cómo los jugadores Basora, Biosca, Ramallets, César y, por supuesto, Kubala, cruzaban la plaza por un estrecho pasillo humano de “culés”.
No es de extrañar, entonces, que el naciente genio musical del joven Serrat lo llevara a componerle una canción al ídolo. La tituló, obvia y sencillamente, “Kubala”, y dice así:
Pelé era Pelé. Y Maradona, uno y basta./Di Stéfano era un pozo de picardía./Honor y gloria a quienes han hecho que brille el sol/de nuestro fútbol de cada día./Todos tienen sus méritos, a cada quien lo suyo,/pero para mí ninguno como Kubala./Se ruega al respetable silencio,/que para quienes nunca le han gozado haré cinco céntimos:/La para con la cabeza/la duerme con la izquierda/y atraviesa el medio campo con el esférico/pegado a la bota/Se va del volante y entra en el área grande/rifando la pelota/la esconde con el cuerpo, empuja con el culo/y sale de espuela/Se mea al central con un tuya-mía/con dedicatoria/Y la toca justo para ponerla/en el camino a la gloria/Viva el conocimiento y la alegría del juego/adornada con un toque de fantasía/Fútbol en colores, bocado de “gourmet”/encaje de ganchillo/cuando la para con la cabeza, cuando la baja con el pecho/cuando la duerme con la izquierda/cuando atraviesa el medio campo con el esférico/pegado a la bota/Cuando se va del volante y entra en el área grande/rifando la pelota/y la esconde con el cuerpo, y empuja con el culo/y sale de espuela/Y se mea el central con un tuya-mía/con dedicatoria/Y la toca justo para ponerla/ en el camino de la gloria/Permitidme glosar la gloria de estos hechos/como lo hacían los griegos unos años atrás/Con la alegría de quien ha jugado a su lado/y lleva su retrato en la cartera/con dedicatoria.
La para con la cabeza, la baja con el pecho,la duerme con la izquierdaencaje de ganchillo, canela fina.
¿Sabrá “El Maestro” que en Colo Colo hay un chico juvenil llamado Joan Cruz? Por ahora, a lo mejor no, porque al muchacho le falta mucho recorrido aún. Pero el chico albo lleva ese nombre sencillamente porque su padre tuvo siempre como ídolo al catalán. Como tantos miles y millones en Chile y en el mundo.
Un catalán, ya lo dijimos, universal. Un artista tan talentoso y genial como insobornable. Un cantautor eximio que ha permeado a generaciones. Que les enseñó lo que es el amor a través de sus poemas sublimes tanto cómo a ver la vida desde la mirada de las grandes mayorías. De los desheredados, de los desposeídos. No desde la de aquellos que lo tienen todo y nada más que por eso muchas veces se creen superiores.
Cientos de galardones engalanan las paredes de su casa de Barcelona. El único bien que alejó de las miradas de los curiosos, porque su intimidad fue lo único que defendió siempre como el más feroz de los avaros. Entre esos premios, incontables menciones como “Doctor Honoris Causa” de prestigiosas universidades de todas las latitudes aunque, estamos seguros, uno de sus preferidos es aquel que lo integró como caballero de la “Legión de Honor de República Francesa”. Como su canción “Tío Alberto”.
Se nos va “El Maestro”, muchachos. Y dejará un vació inmenso imposible de llenar. Ya nunca más podremos verlo sobre un escenario regalándonos su arte único e irrepetible. Para escuchar esos versos que hablaban de amor y de desamores. Para escuchar, una vez más, esas coplas con las que, jóvenes e idealistas, nos sentíamos identificados. Para sentirlo cantar, lleno de amor, ternura y rabia, “Yo caminaré las calles nuevamente”, que habla de la esperanza de visitar algún día ese Santiago que, un día aciago de 1973, vio sus calles ensangrentadas y “a una vida segada en La Moneda”.
Nos quedarán sus discos, cierto. Pero ya nada será lo mismo. El poeta genial, tierno, político y futbolero, ve bajarse lentamente el telón de una brillante carrera que abarcó dos siglos y que nos hizo ver la vida de un modo distinto y ciertamente mejor.
Gracias por todo, “Maestro”.
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