19 de abril 2024

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  • Por Javier Sánchez / Director Fundación Territorios Colectivos

Cuando cada día pareciera que comprobamos que el mundo ha perdido su capacidad de asombro y se asume como normal ver sentado frente al televisor la Guerra del Golfo, la caída de las Torres Gemelas, la invasión a Irak y el terrorismo de Estado contra los palestinos, y donde las palabras que acompañan estas imágenes -extremismo, terrorismo y crimen- se repiten en los noticieros, es bueno recordar un hecho ocurrido hace 76 años que cambió a la humanidad para siempre: la explosión de la bomba atómica sobre Hiroshima, el 6 de agosto de 1945.

Ese ataque constituye el más escandaloso crimen colectivo, que fue seguido de otro, cometido por las mismas manos, tres días más tarde, en Nagasaki. Sin embargo, gracias a un eficaz sistema de propaganda, cada año se escribe y se habla mucho acerca de la tragedia que esto significó para el pueblo japonés: rostros destruidos, hemorragias, ceguera, pérdida de cabello, esterilidad, cáncer, leucemia, malformaciones en hijos y nietos de los sobrevivientes, pero nada se dice sobre los autores.

Cuando se habla de los hornos nazis nadie olvida a Hitler, pero cuando se trata del gigantesco horno que fueron Hiroshima y Nagasaki nadie se acuerda del presidente norteamericano Harry S. Truman, y si lo mencionan, es para elogiar su “coraje”, al haber tomado “tan difícil decisión”. Sólo una formidable máquina comunicacional es capaz de ocultar estas ‘hazañas’, logrando que se hable del crimen sin nombrar al criminal, se enumeren con detalle los terribles efectos y en cambio, se omita a Truman, que dio la orden y estaba orgulloso de ello.

Por eso siempre será saludable para la conciencia del mundo recordar que fue el bombardeo norteamericano “Enola Gay”, que llevaba como piloto a Paul Tibbets y como artillero a Thomas Ferebes, el que arrojó la primera bomba atómica, sobre Hiroshima y sus 400.000 habitantes. Esta abominable acción de guerra, ocurrida cuando Japón estaba ya virtualmente derrotado, fue ordenada personalmente por el Presidente Harry Truman y provocó cerca de 200 mil víctimas.

Desde ese día creció la inseguridad de los seres humanos, porque con la bomba atómica nació la amenaza de terminar con toda la humanidad en instantes. Así nació la era atómica y su miedo nuevo, apocalíptico. Muchos, incluso en Estados Unidos, rechazaron la decisión del presidente Truman de usar ese poder terrorífico. El aseguró que lo hizo “por razones humanitarias, para evitar más muertes, en una guerra que ya tuvo demasiadas”.

Para asegurar la paz, los ciudadanos del siglo 21 deben saber que la bomba atómica, que cayó sobre el hospital Shima, seguramente para negar la atención médica a eventuales sobrevivientes, significó que diez mil grados de calor cayeran sobre la población de Hiroshima, que estalló a 600 metros del suelo y que su onda expansiva desató vientos de mil 200 kilómetros por hora y que cien mil personas murieron inmediatamente, calcinadas, mientras los edificios volaban en pedazos como si fueran de papel, varios kilómetros a la redonda. Que sepan que el 6 de agosto, a las 9.17 horas estalló el instrumento de muerte más atroz inventado por el hombre. Que sepan que, desde ese día, el mundo cambió para siempre.

Las bombas que han sembrado muerte y terror en diversas partes del mundo, parecen palidecer al ser comparadas con el lanzamiento de la bomba atómica.

Por eso, como dice Benedetti, aunque algunos se hagan o les convenga hacerse los olvidadizos, el olvido siempre está lleno de memoria. Tras 76 años de desmemoria inducida, en que los libros de historia se saltan este capítulo y que en las escuelas no se enseña, lo mejor de la conciencia del mundo exige y seguirá exigiendo una explicación por el mayor -y más silenciado- crimen de la historia.