- Despierto con la triste noticia de la muerte de Mario Osbén, uno de los mejores porteros del fútbol chileno, junto con Roberto Rojas, Claudio Bravo y Sergio Livingstone. Apodado así por sus reflejos y por su bigote (que a veces cortaba), dejó recuerdos indelebles en Deportes Concepción, Unión Española, Colo Colo, Cobreloa y la Selección Chilena. Fue mí ídolo mientras jugó por el equipo hispano y comparto -por eso- este humilde, pero sincero homenaje…
Por MARCO SOTOMAYOR
“No existe amor verdadero si no es a primera vista”, leí hace mucho. Hipótesis debatible, pero certera cuando hablamos del amor por el fútbol, un deporte que te fulmina o te resulta indiferente. Me ocurrió lo primero: instalado frente a un televisor Westinghouse gigante -que mi padre había comprado para ver la llegada del hombre a la Luna-, gocé, junto a mi hermano, de otro acontecimiento que me resultó imborrable: ver a Pelé levantando la Copa Jules Rimet en México ’70.
Y así como Neil Armstrong inmortalizó la frase: “Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad”, lo que vimos ese 21 de junio (maciza exhibición de Brasil ante Italia por 4-1), en el Estadio Azteca, bien podría resumirse como “un gran paso que convirtió al Scratch en la mejor selección de la historia”, con “O Rei” instalado sobre los hombros de los fanáticos, besando un trofeo que jamás volvería a disputarse.
A partir de ahí, ni hablar: amé al fútbol y, en paralelo, a Unión Española, MI equipo de la competencia nacional. Ya en ese mismo 1970 sentí que una injusta organización del torneo le había quitado a Unión la posibilidad de su tercera estrella (la perdió en un partido de definición -que nunca debió jugarse- ante Colo Colo). Empero, esa década fue hispana: tricampeones a nivel local, subcampeones de la Libertadores (’75), base de las selecciones nacionales, con equipos integrados por grandes futbolistas…
Y, entre todos ellos, Mario Osbén.
Ya había disfrutado a jugadores como el Polo Vallejos, el Flaco Angulo, el Cha Cha Avedaño, Juanito Machuca, el Chino Arias, Jorge Toro, el Pelado Berly, el Negro Ahumada, Pinina Palacios, el Pollo Véliz… La lista es interminable. Pero con Osbén fue amor a primera vista.
El año de su arribo desde Deportes Concepción (1976), yo participaba activamente en las pichangas del barrio, jugando -precisamente- como arquero. Después fui creciendo, mejorando la técnica y la velocidad, y me convertí en un talentoso volante ofensivo. No es broma.
Como sea, cuando vi al Gato Osbén entrando a la cancha armado sólo con su jockey y sus reflejos, la admiración y el respeto fueron inmediatos. Piénsese: yo ya conocía a grandes porteros a nivel mundial, como Gordon Banks, Sepp Maier, Jan Tomaszewski, Hugo Orlando Gatti, Ladislao Mazurkiewicz y Lev Yashin, la Araña Negra.
Osbén pertenecía al grupo que más me gustaba: el de arqueros alejados de los cintillos (o vinchas) de Gatti; de las voladas y el pelo al viento de Tomaszewski, o de la exótica personalidad del Loco Araya (otro gran portero chileno, ya fallecido), que -con calidad- también apostaron por la parafernalia.
No. Osbén optó por la sobriedad. Nada que perturbase su concentración. Su foco, el balón; sus voz, sólo dentro del campo de juego (ordenando, orientando, regañando). Jugaba -recuerdo- con una polera de un pálido color lila o granate. Guantes. Jockey. Las herramientas de trabajo. Y su talento, obvio.
Los rojos jugaron dos temporadas (’76-’77) durísimas ante Everton. Definiciones infartantes, que se resolvieron con una estrella para cada club. La del ’77, con Mario Osbén como figura consular y un penal contenido en el Estadio Sausalito al Maestrito Salinas, cuando hispanos y viñamarinos se iban combo a combo. Tal vez la atajada del campeonato.
Su partida a Colo Colo, en 1980, generó un terremoto entre los hinchas de Unión. Leo, ahora, a propósito de la muerte de Osbén, que muchos fanáticos lloraron cuando el Gato cambió el tejado del Santa Laura por el del Monumental. Me ocurrió algo parecido: mezcla de tristeza y bronca por su salida. Hasta pensé en escribirle una carta a los dirigentes hispanos, para tratarlos de ineptos e irresponsables.
Jamás, sin embargo, le perdí la pista. Porque Osbén ya era el meta de la Selección Chilena, con grandes hitos: subcampeón de la Copa América ante Paraguay, en 1979 (condición que repitió en Argentina ’87, pero como suplente del Cóndor Rojas), y clasificado al Mundial España ’82, con la valla invicta. Ese certamen, paradójicamente, se convirtió -casi- en un punto sin retorno. Jugó mal. Y, frente a Alemania, muy mal.
Eduardo Bonvallet, compañero de Osbén en ese equipo, me confesó: “A Mario se lo comieron los nervios”. Y, creo, nunca volvió a ser el mismo, pese a que en Chile bajó dos estrellas con Cobreloa (allí se retiró en 1992), dejando la portería calameña en las confiables manos de Leo Canales.
Sorbo mi segunda taza de café, mientras pulso estas letras. Una invernal mañana en Santiago me hace pensar que estas nubes -cargadas de nostalgia- vienen del sur. Tal vez desde Chiguayante, donde Osbén había nacido hace 70 años. Allí también murió hace escasas horas por culpa de un infarto.
“Adicto al cigarrillo. Eso le costó la suplencia un año en Deportes Concepción”, me advierte el amigo Carlos Fuenzalida por Facebook. Y agrega: “El estadio de avenida Collao debería cambiar de nombre, porque el símbolo del fútbol penquista se llama Mario Ignacio Osbén Méndez”.
Me parece. El Gato se ganó ese honor, para que su nombre no sea olvidado más allá de ésta y de sus otras siete vidas. Que sea recordado, así, por siempre.
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